miércoles, 28 de diciembre de 2011

De cómo condené el secreto de tu tacto

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Aquella mañana decidiste marcharte después de un gran polvo; pregunté a dónde te dirigías, si podía buscarte en el trabajo más tarde y tú, dulce cual bofetada que antecede al beso y con la espalda aún descubierta soltaste una ligera pero poderosa carcajada. Que detuviera mis intentos, que yo no tenía de ti sino sólo una parte y a medias, que sólo tenía oportunidad de disfrutar de ti mientras así lo quisieras. Qué fuerte caló tu amor propio en el mío por ti y la perfecta sincronía de tus pechos al caminar. Fingí comprender y te dije, lo más frío que mi corazón me permitía decirlo, que estaba bien y que coincidía completamente contigo. Me lanzaste un beso: y moría de zozobra por querer levantarme y casi atravesar la puerta, alcanzarte en el pasillo para percibir tu mirada desconcertada tras arrojarte hacia la pared y tomarte del cabello para que supieras que en ese instante ya eras mía por el resto de nuestros ardores... sólo salí de la cama para encender la luz pues odio llorar a merced de la obscuridad que tanto temo. Además comenzó a llover y los truenos arremetían contra el yo infantil que aún no comprende que no se debe temer de las tormentas y las sombras inevitables en la desolación tras el sexo que se tiene al no querer continuar una historia. Así me quedé, atravesado y con 50 balas imaginarias en mi cabeza. Llamaste más tarde y dijiste que era un buen muchacho y tú una mujer más (¡Vaya mierda la tuya!), que yo debía salir y conocer más personas, experiment... Por qué me llamas, interrumpió el joven que al haberse metido en tu cuerpo anhelaba devorarte cada noche, reconstruirte todas las mañanas para que tú, sensual calor de brazos largos, cabello rojo y sonrisa arqueada (ese nacer que tienen las comisuras con tus mejillas tersas y enrojecidas), me respondieras que pensaste toda la tarde en mi rostro derrotado. Morí de la pena y fue entonces cuando tuve noción que en todo el día había estado desnudo sobre la cama, pensando en un yo miniatura que exploraba cada palmo del terreno que sembraron hace 27 años en la matriz de doña Esperanza, el origen de mis pasiones, la culpable de tu voz reconociendo tener que levantarme tras haberme inoculado el fuego, la llama naïf (como tus lecturas burdas, comerciales y cinematográficas), la sentencia de tu perfume carísimo y la longitud incomprensible de tus 1.75 de estatura y el contraste con mis 1.69 que acentuaron la adoración hacia tus gestos y desdén cuando una tarde, sin querer, supiste que el becario del departamento "de a lado" te miraba y deseaba decirte que tus lentes, ay fuente de todas mis perversiones al quererte, eran iguales a los míos (¡Brillante!)... volví a tu voz en la bocina cuando decías, inesperadamente, que tenías que huir porque ya me querías. Sentí llorar en ese instante y te dije, seguro de que estaba equivocándome por completo, que entre tú y yo no había nada personal. Renunciaste al día siguiente y años después supe que morías en manos de un amante tuyo... que siempre fue mi padre.

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