lunes, 26 de diciembre de 2011

El pueblo

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Una parte de mí, la más esencial, la que le da sentido a mis días y enciende cada intención que emana de mi orgullo nació hace más de 550 años allá en Veracruz; en un lugar que está sobre los otates, nacieron los misterios más ligados a la familia (la verdadera), el alfa y el omega de los que de ahí tenemos una parte sembrada en lo más fresco de la tierra, bajo la sombra de un platanar frondoso que encierra un mundo aparte, donde el mango y el croar de las ranas son la pintura más oportuna cada que de noche se sale a caminar y es nada y silencio lo que nos envuelve. Me encontré hace poco tiempo con ese rincón al sur del estado, allí en la frontera con Oaxaca (mi otra cuna, la otra mitad de mi sangre) me encontré con Otatitlán, donde comenzó toda mi historia y una parte de la vida se quedará para siempre ahí. 



La primera ocasión que estuve en Otatitlán fue hace no muchos años; resultó ser una visita reveladora a pesar de que sólo estuve algunas horas ahí. De vuelta a casa pensé e involuntariamente comencé a imaginar la vida pasada de mi madre y sus hermanos junto a mis abuelos; comencé a crear la maraña de historias que se encontraron inesperadamente antes de mí, antes de mis hermanos, antes de que todo fuera lo que hoy es. Me quedé fascinado: quise volver. Necesitaba volver y estar varios días. Así fue.

Este año, el que acaba, volví a El Santuario (como también se le conoce), ahí me encontré con una parte de mí que era totalmente desconocida. Después de este viaje pagué un precio alto (mucho) pero que hoy es nada comparado con las noches abrasadoras que hacían los amaneceres más profundos, como si se despertase de un letargo increíble en el que se viajó a una dimensión absorta, quieta e impregnada de recuerdos. Yo palpé más cercana mi melancolía, presentí la tristeza que se avecinaba una tarde en que oía el rumor de las hojas que se mecían con el viento caliente. 

Por la noche miraba las estrellas y de pronto me sorprendía una sombra vecina que me vigilaba (más que contemplarme)... no me daba miedo: yo era el extranjero ahí, yo invadía ese paisaje cotidiano de los aromas noctámbulos que se pasean de ventana en ventana; era yo el que rompía el ritmo natural de la humedad y el sudor rodeando lentamente, de forma acosadora la frente, los brazos: el lado más abyecto de los sentidos turistas. 



Qué magia se oculta tras las casas frescas de corredores amplios y cortinas blancas al vuelo ignoto de las tres de la tarde; quién podrá decir la nostalgia que hay en los viejos que aún perduran en sus mecedoras y el olor de plátano frito. Cuánto tardará la cigarra en su viaje sin retorno hacia la luz de la farola. Cómo se curarán las rodillas destrozadas, porqué se rompen los sombreros de palma apretados contra el pecho devoto del Cristo Negro y la parafina que guía la fe hacia la renovación de un milagro jamás cumplido.



Ese lugar profundo que se abre todas las mañanas cuando las cañas van a ser quemadas en los ingenios azucareros, ese templo verde que a veces se impregna de un sabor ferroso, ese murmullo en forma de sombra contra el polvo de la casa de mi abuela, esas sandalias, esos cabellos canos, esas juventudes sorprendidas por su lejanía, ese fuego que arde en las memorias que hoy de nuevo cobran vida... ese pueblo es mi casa y en unos días vuelvo: a volverme a enamorar de una tierra que sólo siento en mis venas.

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