lunes, 31 de octubre de 2011

Desahogo

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Voy a escribir sobre cómo me imagino nuestro sexo, a esta hora, en un lugar secreto donde no tengo mayor compromiso que el de mis letras conmigo mismo; hoy que escribo desesperado e impulsado por la fuerza venérea de mis deseos. Escribo tautológico e irresponsable. La verdad es que no me importa, sólo soy honesto y me acepto como víctima de mis ardores, de la inevitable falta que me generas cuando no estás.

Mi vida, es que no sé de qué manera decirlo sin que me duela, pero llevas más de una década no estando. Quiero decir: estás dentro, en la parte más suave de mi alma, donde guardo lo que espero que algún día se haga realidad. Ahora que lo pienso: esa parte es la que está petrificada y se despierta en las noches para exigirme tu vuelta. Pero no puedo; impotente me duermo de nuevo y me susurro desconsolado que no puedo. Eso es como si no estuvieras.

Y lo es así porque si fuera de otro modo, podría abrazarte en la madrugada tatuada de vapores luminosos. Acurrucarte en el hueco exacto donde han estado tantas y tantas pero yo sólo quiero que estés tú, que seas la dueña absoluta de las palabras que emanan de lo más protervo e inocente que habita en mí. Ay, pero quién dijera, mi amor, quién pudiera ver lo que hay entre nosotros; la sangre, el nombre, la duda de que no sabemos si vamos a poder con el juicio, con la pena.

¡A la mierda la pena, la vergüenza! ¿A ti te importa, griega mía? A mí no; te lo digo así, apostado en la ladera nebulosa de nuestro futuro, donde no se ve nada sino la fe de que estaremos lejos y juntos, arriesgándonos a todo. Tu nombre significa “la que defiende al hombre”; yo soy lo tuyo, lo que defiendes. Lo que nunca te va a dejar mientras lo ames. Yo te amo completamente, como si el cielo fuera la última frontera (pendejo aquél que ose pensar que lo es), como si la fuerza sea el último recurso ante la muerte. Somos la razón; seamos la razón. Yo soy el que suplanta tristezas, yo suplantaré la falta de suspiros de tu boca.

Quiero llegar y decirte que te llenaré de orgasmos, que alcanzaré la plenitud de tus piernas, que se abrirán tarde o temprano ante mí, para que me condene, para que te dejes caer en el infierno de nuestros nombres, del arte que son un hombre y una mujer que se quieren, que se necesitan. Somos un arte absoluto, el fuego interno que nace en las entrañas para desatar el peor de los idilios. Rasgarás mi espalda, yo lo sé, vas a dejarme marcada tu pasión; gritarás mi nombre como expulsando la falta, el pecado que somos desde hace más de 20 años. Pero te dejaré sudando, exhausta: desahogada en el fondo de la cama, de bruces e inerme ante mí. Así me darás tu última confianza, la que te daré yo cuando me mires a los ojos y sepas que sí, que soy tuyo.
               
Afuera estará nublado, mi vida, el cielo se habrá caído y a través de la ventana verás que estamos en nuestro sueño, lejos de la vida, cerca de la muerte. Porque al alzar el vuelo moriremos para que al ir de aquí para allá seamos un renacer interminable, una especie de parábola que no respeta nada, nada sino su ciencia y su perversión. Para entonces será demasiado tarde y nos daremos cuenta que nos estuvieron contemplando las copas, el vins rouge, el maté, los porros, el desorden de un piso de estudiantes. Pero, ¿percibes ese aroma? Ese horror que te ha emancipado los sentidos es la sorpresa de que no te imaginabas, hermana, que yo te imaginara así conmigo y lograra que tú también lo hicieras.

Después de esto te lavaré las piernas, los pezones. Bañaré tu fortuna con el agua extranjera en tu cuerpo. Y te digo que levantaré la mirada para verte y saber que esa altitud tuya es la misma que hay en lo que lograremos: siempre arriba, siempre afuera de nosotros: siempre para la fortuna de la revolución continua. Te vas a vestir de joven, de alma buena y yo usaré mi camisa a cuadros, los vaqueros desgastados y los tenis rojos. Saldremos, tomarás mi brazo, cargaré tu cámara, llevaré la mochila en la espalda: con mis cuadernos y mis plumas.  Vamos a retratar el mundo… y al día siguiente partiremos a un lugar nuevo. Ahí, sin que lo dudes un segundo, también vamos a renacer: también voy a hacerte el amor y tú lo serás conmigo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Deep Water

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El mundo aparte,
ojo de muchacha inocente
y libertad acérrima.

Cómo cuesta la canción
al mediodía en que tus dedos
y los míos colapsan.

Minúsculas. Voz alta de
gritos azules; cola de
tigre. Punto y aparte.

Escribo aparte, hago el
párrafo final de mi testamento;
quiero leer la carta.

Pero el mundo aparte,
vieja herida,
duele.

Éste no es el amor,
sino la composición
desesperada de un arruinado.

Alba gélida, cómo cansa
la resistencia de tu himen
cuando busco en la alacena.

Corona final, último paseo
de la cornea
sobre tus pechos.

Mundo aparte,
luz atravesada en mi costado,
justo a la altura de tus besos.

Adiós me dices,
adiós te suelto,
adiós, incesto.

jueves, 20 de octubre de 2011

Ensayo sobre La Silla del Águila, de Carlos Fuentes

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FUENTES, Carlos. La Silla del Águila.
Alfaguara. México. 2002. 411 páginas.
Son muchos los adjetivos que pueden describir la política mexicana; dramática, impredecible, increíble y una suma infinita (probablemente) de locuciones pueden dar una forma definida a esta disciplina que en nuestro país adquiere matices peculiares que le diferencian del resto. La política es, desde tiempos antiquísimos, la gran acción del ser humano que busca gobernar en beneficio de la sociedad. Sin embargo nosotros, los mexicanos, no sólo la hacemos ideología sino que a veces le llevamos más allá, la encumbramos hasta transformarla en una pasión que esconde en lo más profundo de su ser una bruma incalculable de signos, cacofonías y luces intermitentes que al momento de traducirse en la lucha entre una o varias fuerzas, ahí donde confluyen el ego y otros elementos propios de las batallas por el poder, ahí en el medio de ese mosaico tan complejo, aparentemente conocido pero a su vez poco sabido, estamos nosotros. ¿Quiénes? Nosotros. Los espectadores de un show que se reinventa en cada proceso electoral, cada sexenio, cada lustro, cada mes, cada hora en San Lázaro o el Palacio de Cobián, cada que el poder público fija sus ojos sobre de ellos, los actores de la eterna contienda. Y es esa justamente la perspectiva –la del poder público a través de la opinión pública-  que le quita su condición humana a los que aparecen en los diarios, los noticieros, las revistas (de todo tipo, desde prensa rosa hasta las más especializadas en el tópico), o cualquier otro medio de comunicación que esté al alcance del pueblo, el (supuesto) principio y fin de todo en la política. ¿Por qué? Porque aquellos que carecen de una vida aparentemente privada alcanzan, ya sea buena o mala, la fama. Se vuelven personajes que conviven diariamente en nuestras mesas a la hora de la comida, en las camas de los matrimonios monótonos e incluso en nuestros trabajos cuando leemos, por ejemplo, La Jornada o El Gráfico (qué cosa tan más cierta esto último). Los palpamos y como si se tratasen de una moneda de un peso, pierden su humanidad, carecen de espíritu o emociones. Se vuelven seres ambiciosos por instinto, sin pasado íntimo ni futuro glorioso. Pierden los motivos, el derecho natural del impulso. Están, solamente, y al mismo tiempo manejan los hilos de nuestra nación. Dejan de ser. Nosotros nos convertimos en jueces y ellos en los acusados que ya sentenciados están inermes en el patíbulo de nuestros días. Hasta que llegó Carlos Fuentes a regresarles el alma y ese balance entre el bien y el mal, esa hipnotizante danza donde oscilan luz y obscuridad. ¿Cómo? Con La Silla del Águila, la novela que nos lleva a las entrañas de una quimera (la política) que ha perdido su brillo, su fantasía… hasta Carlos quien a través de cada página nos recuerda que sea como sea, somos personas, humanos después de todo. ¿Y cómo hace esto? ¿Cómo es que lleva a cabo esta hazaña aparentemente imposible? Lo hace con la ficción, en un México aún inexistente y con una evolución del sistema político que hoy aún se ve lejana pero que no deja de ser una añoranza agradable (dentro de lo que cabe). Nos ubicamos en el año 2020. El PRI es un partido desquebrajado y fraccionado: ni la sombra de sus años totalitarios además de que jamás volvió a Los Pinos. Las sucesiones han ido transcurriendo en una aparente democracia que ha superado episodios como los de 1988 o las sospechas del 2006. Pero aún no se pierden los viejos vicios, las mañas de siempre, las que estigmatizan al funcionario público o a los procesos electorales. Los mismos problemas, pero cierto avance social. Una nación que aparentemente cree. Fuentes lo comienza todo con un hecho inédito: el 2 de enero del 2020 México se levantó sin telecomunicaciones; sin radio, televisión, internet, teléfono o telegrama. Desde aquí se prevé lo que pasará. Cada una de las páginas de La Silla del Águila son un reflejo de un deterioro y una aceptación, misma que es representada por cada uno de los personajes (no tan ficticios) que desarrollan una historia que nunca decae y, sobre todo, todo el tiempo cambia, muta sobre la marcha: sencillamente no deja de sorprender. Es un libro político, cien por ciento político, pues no se sabe qué pasará al final de 411 páginas. A través de este viaje literario se puede realizar un frío y concienzudo análisis sobre la actualidad y, sobre todo, el futuro político de esta República Mexicana justo por lo impactante que resulta la forma en que poco a poco, a través de pasiones y codicias, se tejen las redes que habrán de llevar a unos u otros hasta el máximo grado, el anhelo más grande de cualquier hombre inmerso en la perentoria escena gubernamental del país: La Silla Grande. La Silla Presidencial. La Silla del Águila que corona todos los medios utilizados, incluso los que podrían considerarse indebidos, justo como ocurre en la realidad. Leer este libro es ojear más que como simples televidentes, radioescuchas o lectores ocasionales de periódicos. Porque no existen los colores ni mucho menos las castas políticas. Aquí, en esta ficción tajante del año 2020, sólo hay jerarquías que se va convirtiendo en telarañas complejas en donde se encuentran, por aparente casualidad, historias que encierran secretos inimaginables. Es ahí donde los que preparan la salida de un Presidente, los que le sirven y forman parte del gabinete e incluso los muertos, adquieren de nuevo un rostro, una forma detallada. Se ve más allá del nudo en la corbata y por primera vez se logra sentir que esos, los que intervienen en forma de subsidios o impuestos en nuestras intimidades, son carne y hueso. Carencia y virtud. Obra y condena. Gente que en el pecado lleva la penitencia, como cualquiera que no sea político, como cualquiera que se jacte de decir: “Yo soy”. Así cuando estos son leídos: existen, y al existir son nosotros, una elevación de ese término que es nuestra alma hacia n potencia. ¿Pero de quiénes hablo? ¿Cómo se llaman? Todo gira en torno a un personaje que, paradójicamente, no es el protagonista de la historia que se desarrolla dentro de 9 años. Lorenzo Terán se llama, una aparente combinación de Felipe Calderón, actual Jefe de Estado, y José López Portillo, con matices de Álvaro Obregón y ciertas luces que dejan entrever a Benito Juárez. Un poco gris como Miguel De la Madrid. De PRI o PAN (estos detalles nunca se especifican). Definitivamente no de izquierda. Abúlico, según los que le rodean. Es el Presidente de México y deja ir su sexenio en la sombra, dándole una confianza al pueblo mexicano, otorgándole el autogobierno y ejerciendo su libre derecho de ser una mera figura jurídica. Es, tal vez, de entre todos el hombre más irreal, el que más lejano se encuentra de la verdadera mexicanidad que tan arraigado tiene que “el que no transa no avanza”, porque se trata de un hombre bueno cuyos ideales de doble moral le han mantenido vivo en un escenario que es implacable: El que amenaza se mata. El que habla y promete, la vida compromete. Así como en 1994, en el 2012 muere un buen político (aparentemente) y después regresa: para volverse a morir. Tomás Moctezuma Moro es el nombre, y aunque su presencia en el ajedrez de La Silla del Águila es más escándalo que un riesgo considerable, el secreto de su verdadero destino es lo que puede inquietar a todos los que conforman la alta esfera de personas, de políticos que buscan el poder y que también sienten, desean y lloran; también alucinan volver a sus primeros días, donde no existían los chantajes ni los ocultismos sino sólo un destino al cual vencer, uno que debían de conquistar ¿Acaso no lo vive eso cualquiera? ¿Quién no ha tenido que enfrentarse a su destino en un momento de la vida? Nadie ha evadido esa responsabilidad. La vida misma, entonces, ¿es política? Somos animales políticos, ¿no es así? Pero no todo queda ahí, los ases de esta baraja son seres cuyas complejidades distan mucho de sus historias verdaderas, donde algunos son hijos de la perversión e incluso maleantes que ascendieron hasta lo más inimaginable con sólo leer, estudiar, conversar de México. Como un catalán, hijo (bastardo) de un militar de alto rango mexicano (de hecho, el Secretario de la Defensa Nacional) quien le ha permitido existir, ser más que una sombra que aspira o intenta. Más que todo eso y ser en verdad una posibilidad que pronto se convirtió en realidad. Pero primero se venció al servilismo a ese ingrediente que nunca falta en cualquier platillo que sale del régimen. Aquí es donde encontramos mayormente representada el choque de varias fuerzas, algunas impulsadas entre sí pero al final colapsan como dos bólidos. El primero, el bastardo catalán, Nicolás Valdivia. El segundo, el lambiscón del Presidente, Tácito De la Canal, de ascendencia italiana: de convicción parasitaria. El primero, hijo de Mondragón Von Bertrab, militar con escuela alemana que domina a Platón, Heidegger, Schopenhauer, un hombre culto que alumbra con inteligencia europea y a su vez cuanta con la preparación para la derrota de la milicia mexicana, en síntesis: un erudito… algo irreal en estos tiempos, sobre todo en el Ejército Mexicano, quién sabe mañana. El segundo, hijo de un hombre sin nombre, quien fuera funcionario de confianza y que conociera los secretos necesarios para hundir a cualquiera o para elevar al Paraíso a un oficinista… pero era demasiado discreto: otra agradable ficción imposible, otra utopía de Carlos Fuentes. El primero, herramienta de María del Rosario Galván y Beltrán Herrera. El segundo, un pelele cuya gala de mayordomo real  le valen el temor pues también es presidenciable. ¿Y quiénes son María del Rosario y Beltrán? Dama de amplia influencia (seductora y sensual, de libido incontenible) y hombre Secretario de Gobernación. Elba Esther y Felipe en nuestros días, probablemente. Pero de estos últimos no conocemos sino meros rumores, las suposiciones que se convierten en leyendas urbanas o chistes de transporte público. María y el secretario Beltrán son más que dos aliados en busca de La Silla; mantienen juntos un secreto que los ata. Y, aún más importante que la promesa de hacer Presidente de México al señor Secretario, está el idilio que los llevó a entrelazarse y definirse como un hombre y una mujer que son capaces de procesar dentro de sí el amor que transgrede las barreras sociales. Pero en el mundo real, en el siglo XXI, en este México del año 2020 en medio de un aparente bloqueo de telecomunicaciones, no hay lugar para el amor en la política, en ese cúmulo que diariamente se torna más negro y que es incapaz de aceptar más allá de los planes establecidos y las ideologías vencidas pero que aún sobreviven. Aquí, María y Beltrán, encienden en lo que saben ya no es su juventud, sino el momento en el que volverse a querer sería pérdida. Donde el sexo ya no es siquiera una posibilidad porque en verdad se amaron. ¿Y hubo frutos? Sí. ¿Un hijo? Efectivamente. ¡Un desgarrador acontecimiento que pudo haber frustrado sus carreras, su ascenso en el poder! El factor más enternecedor y mortal de La Silla del Águila es el hijo de María del Rosario (Barroso, pero suprimido de su nombre de pila por odio a su padre) Galván y Beltrán Herrera. Lorenzo, como el presidente que muere de leucemia dejando al país sin hombre al mando, Herrera Galván en el acta de nacimiento y Síndrome de Down en el expediente médico. Abandonado en un internado médico por un cromosoma de más. Por significar escándalo y obstáculo. Abandonado a sus pensamientos, preguntando, esperando: queriendo. Pero, ¿a quién representa Lorenzo? A México sin lugar a dudas. Los hombres del poder nos han parido desde que la “Revolución” terminó (porque no triunfó, señores, jamás lo hizo). Pero estamos abandonados. Sienten, es cierto, son humanos pero no tuvieron compasión al hacernos a un lado para arrancar todo lo que había en lo más rojo de la carne de este país. Nosotros somos el pequeño Lorenzo con Síndrome de Down que dibuja en un cuaderno y que cada día crece con sus dedos cortos y anchos sin saber que va a morir muy joven. ¡Pero la Silla del Águila lo vale, camaradas! Siempre valdrá la pena renunciar a nuestros semejantes para escrudiñar, buscar las mieles que otorgan 6 años, para dejar que la corrupción lubrique el sistema y permita que siga funcionando correctamente. Este espectáculo circense lo vemos transcurrir ante nuestros rostros redondos con profundas ojeras y un aparente retraso mental. Carlos Fuentes nos lleva a un espejo y ahí está Lorenzo Herrera  Beltrán, de 14 años, recordando que sus padres iban a visitarlo pero un día dejaron de ir. Carlos Fuentes mata a Tomás Moctezuma Moro también. Y nos recuerda la herida de las esperanzas que significó Luis Donaldo Colosio Murrieta. Carlos Fuentes nos toma desnudos y nos coloca en una realidad paralela que aún no sucede, nos coloca en medio del escenario y vemos cómo alrededor siguen las mismas tendencias, quizá diferentes maneras, pero definitivamente seguimos confluyendo entre ser y no ser. Entre juzgar y no pensar que aquellos también son semejantes. Nos hemos deshumanizado, esa es la enseñanza máxima del también diplomático mexicano y ganador del Premio Cervantes de Literatura. ¿Y hasta dónde ha llegado tal falta de sensibilidad? Pues hemos caído en una guerra de ellos, los poderosos, contra nosotros, los indefensos, los eternos de abajo que escribió Mariano Azuela. ¿Qué pasa con la Silla entonces? Se la queda Nicolás Valdivia, el catalán hijo de Secretario. Provisionalmente pero se la queda. ¿Las aspiraciones de Herrera y Galván? Siguen intactas, reales o no, pero siguen incólumes. Porque no hemos de ser hipócritas, todos alguna vez nos hemos imaginado ahí, en el añorado lugar: ¡La Silla! La que siempre está ahí, porque dentro de 9 años, los que faltan para llegar al 2020, seguirá con el águila engullendo a la serpiente mientras se posa sobre el nopal ni mucho menos faltarán quienes se habrán de comer esa tuna aunque se espinen la mano. La verdad es que cualquiera quisiera ser Lorenzo Terán, pero al mismo tiempo todos somos, sin distinción alguna, Lorenzo Herrera Galván. Y esa es, probablemente, la más dura e insoportable de las realidades con las que vive todo ente del universo político mexicano. Ficción o no: Vivimos nuestra propia historia, caminamos entre las líneas de cada función en el teatro “México”. Sin embargo: Somos. Actores, pero somos.