sábado, 31 de diciembre de 2011

Porque amplias mis temores...

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Porque amplias mis temores, por eso te amo. El temor de despertar abandonado sin saber dónde hallar coraje para ir a buscarte y luchar por ti aunque digas que ya no más. El mismo temor que sienten los que se aman en silencio y un día, de repente, declaran todo a pecho abierto. Amplias los temores de cualquiera cuando sabe que nunca más va a volver, que al abrir los ojos se debe convencer de que nunca más le van a querer. Y también te amo por el choque de tu hombro cuando caminamos muy juntos y de repente nos damos cuenta que ya no estamos en donde se suponía que estábamos. Te amo porque sin necesidad de tomarte de la mano tú encuentras la mía y proteges mis miedos más infantiles, tan absurdos como que tú me quieres así, con todo y defectos, con todo y nuestras insoportables virtudes. Te amo, así tal cual, porque te puedo besar media hora y sentir que un siglo entero ya nos recorrió los huesos; así también te llevo pegadita a mi pecho porque el temblor de tus piernas cuando conociste mi lengua me hipnotizó, entendí que ésa era tu manera de aceptar mi amor, mis perversas ideas del amor. Y así te amo, porque una tarde fría miré los ojos que lloraban y supe que no era otra cosa más que alegría de mirarte en mis inseguras pupilas abarrotadas de cafeína. Sí, que te amo porque al estirar los brazos eres el obstáculo que detiene mi actitud cavernícola y corro a lavarme el cabello, a que no me veas ni un instante así cuando anoche, ironía tonta, tú me despeinabas con tus manos inquietas que querían meterse bajo mi piel y sacar más, más; ay, tu dulce gemido, tímido eco que en las piedras chocaba y en mis oídos creaban un mundo entero. Yo te amo porque si me faltaras ya nunca más te buscaría, porque así soy yo, porque así me escondo cuando me arrebatan lo que es mío, porque me da miedo volver a abrir esta caja de emociones famélicas. Yo lo sé... así te amo, así me amabas. ¿Qué vamos a hacer? Al final de cuentas fue bueno tenerte este año. ¿Volverás algún día a que te diga de nuevo cuánto te he extrañado? Sí, también lo sé, no hay manera de que yo sea el que antes fui pero ¿has pensado en que tal vez seamos lo que siempre hemos sido? Ay, de mí. Te amo porque al cantar canto al vacío de las estrellas que cada noche me preguntan a dónde voy ahora que el rumbo se ha perdido; te amo por todo y porque nada se compara con todo. Pero todo es nada cuando al irte me dejabas. ¿Qué se le ha de hacer? Unos aman, otros creen. Yo soy de los que sigue creyendo aunque el mundo entero se esté muriendo y él sigue en pie.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Y estoy que no puedo dar otra batalla

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Debo 

cerrar este capítulo



vivir 
como si antes 



no hubiera vivido.


**Estallido**

viajan estos versos
añorando los abanderes con
un poco de la devoción de tu cuerpo


... Mi deber ya fue. Hoy pienso
en la sal del mar como sinónimo de libertad.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Un corazón

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Hubo oportunidades, no lo niego, de que dejara de lado el orgullo y acudiera a tu regazo para pedirte perdón llorando. Pero no lo hice porque dejaría de ser el que soy ahora, un hombre ensimismado que se niega a la luz dentro de los cuartos amplios y por consecuencia no cree en las banalidades eternas. También, debo de reconocer, hubo instantes en los que pensé iba a estar a tu lado por siempre, que me dolería el corazón cuando cada quien decidiera partir hacia quién sabe dónde, a un lugar en que nuestra historia ya no sería ni siquiera la insinuación de un mundo, con su mujer y su hombre y su llama infernal dándole vida al oleaje. Sí, creí y ése fue probablemente el error más grande porque al amar no se debe de creer sino sentir y estar seguro: dar los pasos convenciendo a los demás, a sí mismo. ¿Pero qué me dices tú de las oportunidades que te dí? Acepté tus incomprensibles manías con el orden e incluso cambié mi costumbre de alzar los pies sobre la mesa mientras que tú, en cambio, convertiste tus pestañas grandiosas en un ciclón furibundo cada que yo "te faltaba" (del verbo fallar, del verbo "falta de veneración"). Entonces, ¿quién destrozó las cosas? Porque yo en tu pecho escribía de memoria un cuento amargo que al llegar a tus piernas naufragaba de terrible cansancio. El cansancio de dejar en un lugar las toallas mojadas, de aspirar la alfombra cada tres meses y de tener un perro y un gato porque está en los modelos de la perfecta familia sin hijos. Yo soy alérgico a los felinos y no te importó; ahora gracias porque soy adicto a los anti-alergénicos y tú, mil veces desesperada por mi impaciencia al esperarte, me dejaste aquí al perro y al gato que tuvo que irse al día siguiente porque sencillamente no me ayudaba con las lágrimas, la tristeza o al menos a fingir que me quería. Después me enteré que tú no gustabas de los gatos... ¡Entonces por qué carajo lo tuvimos! Pero yo no soy el que era, ahora soy otro que vuelve cada domingo a las florerías porque ahí habita la nueva esperanza de que me vuelva a idiotizar con las caderas amplias y bien formadas que al deslizarse en las persianas inflan de sangre el centro de mi (nuestra) cama. Pero en soledad, ahí, donde queda el orden que por inercia mantengo, están las fotografías y en un rincón que desearía olvidar dónde está ubicado estás tú encuadernada con manos de hoja blanca y un cuerpo de tinta negra: eterno y sin forma... te escribo aleatoriamente:

Constelada mi voz
de invierno. La tierra
congelada suspira
cada risa anhelada...
esta zozobra no existe.

Estos ojos se duermen ante ti, fácil al dormir y tus rumbos terribles. Ahora: abre las piernas que voy a despedirme, pero antes te escribo de nuevo en mis cuentos sobre la piel cuadrada:

La noche se dicta
paso a paso, y en el
hundimiento de sus notas
nace este beso que muere
lejos de tu boca.

Ay, mi corazón... nunca más será el mismo. Esta ciudad nunca más será la misma. Tus labios, muelles podridos, nunca más tocarán a mi puerta... ay, nunca más seré el mismo, ¿verdad?

PD: Extraño al gato.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

De cómo condené el secreto de tu tacto

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Aquella mañana decidiste marcharte después de un gran polvo; pregunté a dónde te dirigías, si podía buscarte en el trabajo más tarde y tú, dulce cual bofetada que antecede al beso y con la espalda aún descubierta soltaste una ligera pero poderosa carcajada. Que detuviera mis intentos, que yo no tenía de ti sino sólo una parte y a medias, que sólo tenía oportunidad de disfrutar de ti mientras así lo quisieras. Qué fuerte caló tu amor propio en el mío por ti y la perfecta sincronía de tus pechos al caminar. Fingí comprender y te dije, lo más frío que mi corazón me permitía decirlo, que estaba bien y que coincidía completamente contigo. Me lanzaste un beso: y moría de zozobra por querer levantarme y casi atravesar la puerta, alcanzarte en el pasillo para percibir tu mirada desconcertada tras arrojarte hacia la pared y tomarte del cabello para que supieras que en ese instante ya eras mía por el resto de nuestros ardores... sólo salí de la cama para encender la luz pues odio llorar a merced de la obscuridad que tanto temo. Además comenzó a llover y los truenos arremetían contra el yo infantil que aún no comprende que no se debe temer de las tormentas y las sombras inevitables en la desolación tras el sexo que se tiene al no querer continuar una historia. Así me quedé, atravesado y con 50 balas imaginarias en mi cabeza. Llamaste más tarde y dijiste que era un buen muchacho y tú una mujer más (¡Vaya mierda la tuya!), que yo debía salir y conocer más personas, experiment... Por qué me llamas, interrumpió el joven que al haberse metido en tu cuerpo anhelaba devorarte cada noche, reconstruirte todas las mañanas para que tú, sensual calor de brazos largos, cabello rojo y sonrisa arqueada (ese nacer que tienen las comisuras con tus mejillas tersas y enrojecidas), me respondieras que pensaste toda la tarde en mi rostro derrotado. Morí de la pena y fue entonces cuando tuve noción que en todo el día había estado desnudo sobre la cama, pensando en un yo miniatura que exploraba cada palmo del terreno que sembraron hace 27 años en la matriz de doña Esperanza, el origen de mis pasiones, la culpable de tu voz reconociendo tener que levantarme tras haberme inoculado el fuego, la llama naïf (como tus lecturas burdas, comerciales y cinematográficas), la sentencia de tu perfume carísimo y la longitud incomprensible de tus 1.75 de estatura y el contraste con mis 1.69 que acentuaron la adoración hacia tus gestos y desdén cuando una tarde, sin querer, supiste que el becario del departamento "de a lado" te miraba y deseaba decirte que tus lentes, ay fuente de todas mis perversiones al quererte, eran iguales a los míos (¡Brillante!)... volví a tu voz en la bocina cuando decías, inesperadamente, que tenías que huir porque ya me querías. Sentí llorar en ese instante y te dije, seguro de que estaba equivocándome por completo, que entre tú y yo no había nada personal. Renunciaste al día siguiente y años después supe que morías en manos de un amante tuyo... que siempre fue mi padre.

martes, 27 de diciembre de 2011

Página 9/10

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Puede ser, no sé que en algún momento las personas que me construyeron vuelvan a este sitio destruido; vendrán y verán las grietas dolorosas que recorren mis costillas y tardarán en darse cuenta que eres tú la falta de rectitud para andar sobre la arena inocente de la playa en que alguna tarde prometí ya no buscarte pero no pude. Entonces, cuando me alcance el dolor del alma y el médico no pueda aliviarlo miraré abrumado por el desconsuelo a los que han venido para buscarme. Los miraré porque no sé si me den esperanza o quieran darme tu cuello para devorarlo, arrancarla la carne... clavar amorosamente mis colmillos en la yugular y sentir que me muero, que es mi corazón el que retumba en el fondo de las ruinas erigidas sobre tu espalda. Oh, esa anatomía dispersa, estos dedos que tocan sin tocar, que ese desvanecen cual muro ante la interminable derrota del cielo estrellado y la soledad consoladora. Pero no llegan, no han acudido a mi lamento, a mi mugir desgarrado. Ayer fue el día en el que, sin tener noción ni nada, te culpé de este frío y te maté, y me arranque´los gritos porque ya no podía escucharte. El amor sordo. El amor que salió de mi ojo y te despertó cuando te ibas a dormir sobre mi pecho. Preguntaste porqué lloraba... y amanecí envuelto en sábanas blancas antes de que una estrella dijera "ya no está". 

lunes, 26 de diciembre de 2011

El pueblo

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Una parte de mí, la más esencial, la que le da sentido a mis días y enciende cada intención que emana de mi orgullo nació hace más de 550 años allá en Veracruz; en un lugar que está sobre los otates, nacieron los misterios más ligados a la familia (la verdadera), el alfa y el omega de los que de ahí tenemos una parte sembrada en lo más fresco de la tierra, bajo la sombra de un platanar frondoso que encierra un mundo aparte, donde el mango y el croar de las ranas son la pintura más oportuna cada que de noche se sale a caminar y es nada y silencio lo que nos envuelve. Me encontré hace poco tiempo con ese rincón al sur del estado, allí en la frontera con Oaxaca (mi otra cuna, la otra mitad de mi sangre) me encontré con Otatitlán, donde comenzó toda mi historia y una parte de la vida se quedará para siempre ahí. 



La primera ocasión que estuve en Otatitlán fue hace no muchos años; resultó ser una visita reveladora a pesar de que sólo estuve algunas horas ahí. De vuelta a casa pensé e involuntariamente comencé a imaginar la vida pasada de mi madre y sus hermanos junto a mis abuelos; comencé a crear la maraña de historias que se encontraron inesperadamente antes de mí, antes de mis hermanos, antes de que todo fuera lo que hoy es. Me quedé fascinado: quise volver. Necesitaba volver y estar varios días. Así fue.

Este año, el que acaba, volví a El Santuario (como también se le conoce), ahí me encontré con una parte de mí que era totalmente desconocida. Después de este viaje pagué un precio alto (mucho) pero que hoy es nada comparado con las noches abrasadoras que hacían los amaneceres más profundos, como si se despertase de un letargo increíble en el que se viajó a una dimensión absorta, quieta e impregnada de recuerdos. Yo palpé más cercana mi melancolía, presentí la tristeza que se avecinaba una tarde en que oía el rumor de las hojas que se mecían con el viento caliente. 

Por la noche miraba las estrellas y de pronto me sorprendía una sombra vecina que me vigilaba (más que contemplarme)... no me daba miedo: yo era el extranjero ahí, yo invadía ese paisaje cotidiano de los aromas noctámbulos que se pasean de ventana en ventana; era yo el que rompía el ritmo natural de la humedad y el sudor rodeando lentamente, de forma acosadora la frente, los brazos: el lado más abyecto de los sentidos turistas. 



Qué magia se oculta tras las casas frescas de corredores amplios y cortinas blancas al vuelo ignoto de las tres de la tarde; quién podrá decir la nostalgia que hay en los viejos que aún perduran en sus mecedoras y el olor de plátano frito. Cuánto tardará la cigarra en su viaje sin retorno hacia la luz de la farola. Cómo se curarán las rodillas destrozadas, porqué se rompen los sombreros de palma apretados contra el pecho devoto del Cristo Negro y la parafina que guía la fe hacia la renovación de un milagro jamás cumplido.



Ese lugar profundo que se abre todas las mañanas cuando las cañas van a ser quemadas en los ingenios azucareros, ese templo verde que a veces se impregna de un sabor ferroso, ese murmullo en forma de sombra contra el polvo de la casa de mi abuela, esas sandalias, esos cabellos canos, esas juventudes sorprendidas por su lejanía, ese fuego que arde en las memorias que hoy de nuevo cobran vida... ese pueblo es mi casa y en unos días vuelvo: a volverme a enamorar de una tierra que sólo siento en mis venas.

Est-ce?

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¿Será? Será que hace frío y yo, y todos los que miramos por la ventana, estamos muertos. Porque no siento los brazos, porque no puedo tocarte y al alcanzar la luz que cuelga sobre mí sólo abro mis ojos, fuertes, como si fueran a explotar para quedarme ciego. Y es que así las cosas, no sé cuándo fue que me permití ser un fantasma, la extensión de mis recuerdos obscuros e inocentes. Si lo supiera, créeme, ya habría buscado la manera de destrozar mis deseos, hundirlos en el fondo del vaso y ahogarlos de aire: hincharles los pulmones (¿tendrán?) hasta que no puedan más, que la sangre se les derrame por dentro. Esperar lenta la muerte: ser libre. Ya lo habría hecho, pero es que yo no sé. Pero quién sabe, ¿no? Hay días en que el sol nos sigue como queriendo buscar un nuevo hogar, porque allá donde está hay millones de muertes rondándole, deseos muertos y sueños dichos sin más esperanza que ser esperanza para quien ya no las tiene y lo dijo asustado, seguro de que no iba a perder nada y perdió el mar, las hojas y el hielo que al derretirse carcome las miradas. Espera: ahora eres polvo, eres la parábola que espera paciente en la iglesia; llegó la hora del ritual sagrado en el que las gallinas y la ostia se conjugan: nace el diablo. Yo blasfemo. Yo vitupero. Yo soy un momento ya vivido, no deseado. Pero ¿será? Será que las lágrimas al cantarse son sal y tú entras. Será que la gente dice que ya se acabó todo, que la fe es un universo paralelo en que la luna no es nueva sino que muere diariamente, que al nacer de nuevo el valle se cubre de sangre y los niños se bañan con las pupilas marinadas en agua hirviendo; y en ese paralelo el aire se abraza a la gravedad, la música entra por los poros y no se puede cantar: sólo gemir triunfalmente, comer lodo y alabar a los cerdos. Abro las manos. Siento tu cabello. Me respiras en la frente: creo que me estoy muriendo, será que ya estamos muertos. Joder con la muerte, siempre la recojo y le acarició el lomo mientras ronronea en mi regazo; alcanzo el platón plateado. Y al abrir la ventana mil muertes más. Joder, joder, joder con la muerte y su presencia aquí a mi lado, para que me la coma, para que la lea desnudo y me dé cuenta de que esa fuerza para ser es el miedo a morir sin oxígeno en el viento, sin oportunidad alguna. Solamente el rumbo desconocido, la cumbre inalcanzable que te habita; abro la boca. ¿Será? Será que ahora que me siento aquí a tu lado y él te penetra mientras observo: soy un espía libidinoso. Aún te amo, cielo mío, princesa mía, amor de mi vida, error más bello, dulzura perdida, virginidad arrebatada, perra triste, gata negada, mujer sin ganas de ser mujer. Aún te quiero, tonta, aún el poco valor que me queda se esconde entre cobijas y abraza su almohada como queriendo fusionarse con ella. El barco se ha ido. Ya no hay chance, espera el siguiente embarque que yo ya me he ido, que tú te levantaste furiosa y miraste a tu alrededor: todo era un rastro, apestaba a reses muertas. ¿Será? Será que fuiste el veneno, que él es el antídoto, que yo soy el pobre enfermo que al salir del consultorio se irá a descansar a su cuarto obscuro. Porque yo no me olvido, valgo más cuando pasan dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve mentiras, nuevas cuentas, nuevos cuentos; pero tú, no lo sé, será que me postergas, que me tomas como hoja en blanco y me apartas para después dibujar un mapa hacia tu clítoris, tomarlo como referencia cuando nadie te busque y la poesía te haya reemplazado (que en realidad jamás has sido más que ella, mi corazoncito azucarado). Ayer me dijo un ave que volara hasta encontrarte, pero me cansé: mi fuerza no eres tú. Pinche muerte: has vuelto acá conmigo. Vámonos. Un paso. Dos pasos. Se abre la puerta, sale mi cuerpo cansado arrastrando el reloj. Gritas y él te toma por la cintura, te recuerda que yo no he sido, que tú sólo serás a su lado. ¿Será? Será que yo no te canté al oído, que ya con mil whiskys encima no te hice llorar de alegría, que yo con mis manos no toqué tu piel inexperta que sucumbió ante mi ego desastroso. Ay, el desastre de los terremotos y el miedo de los polos cada día menos invernales. Ay, el querer pero ya no tener ganas. Ay, ay, ay: me duele. ¿Será? Será que soy el sacrificio para que nadie te haga daño.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Página cinco

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Supe que
un día iba a 
hallarme camino
a ninguna parte, que apretaría
el puño deseando crear una frontera
qué cruza, que la música sería más lenta,
más amarga. Y todo cae de un segundo a otro,
se detiene el trayecto lúgubre de la noche y los nimbos
callados; pero qué importa, humo venenoso, qué importa si al
cerrar los ojos no puedo sino sólo aspirar  este momento, concentrarlo
todo en mis pulmones y sentir que  vivo, que caminar sin rumbo me hace existir,
girar en el universo, recaer en las entrañas apagadas de una virgen no dicha. 
Mientras se acaba la arena, mientras la sirenas mueren en una elegía 
polvosa, mientras las las huellas en el camino se salvan y vuelven
a ser camino andado, mientras todo se desintegra yo retrocedo,
miro absorto. No digo las horas. Muero abrazado junto al
fuego y al calcinarme se transparanten mis huesos. 
No digo. Soy. Atiendo el vuelo libérrimo de tu
espalda: manantial de ausencias y caricias al
sur. Supe que una noche iba a estar en el 
camino de regreso.
Ríe. 

martes, 20 de diciembre de 2011

Silencioso el trazo que en tus labios se detiene...

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Silencioso el trazo que en tus labios
se detiene; observa cuesta abajo y la
rama trémula, como carne que al morderla
me recibe, como si me hubiera esperado hace
mucho, viva, conjugada: verbo abierto, me
arrulla. Somos, de repente, la brazada del
náufrago desesperado que sabe va a
morirse bajo las estrellas
tatuadas en tus pupilas; así me contemplas.
Yo no puedo tocarte, porque si te
toco voy a desintegrar el mundo.
¡Al carajo conmigo y sufrir a solas!
Yo explotaré de adentro hacia
fuera y tocaré las sinfonías,
derramaré la tinta hasta 
tener el mar en tus brazos: largos
chopos carbonizados, altos mástiles que
no han sido (ni serán) dibujados.
Entonces me digo: haz el sendero,
camina el minuto que te queda. Y una
mirada lejana se esconde. Lejana. Ahora.

On a day like this

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Toma esta hoja: ábrela
en dos, sácale el corazón,
extirpale las palabras.
Quémalas. Funda una nación
con las cenizas: ábrete.
Pero nunca le pidas al
silencio que no ilumine
la noche sobre tu rostro.
Toma mis ojos: hazlos soles.

lunes, 5 de diciembre de 2011

It wears her out, it wears him out, but gravity always wins

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Se escucha la voz ausente
que no se ha dicho; de aquel lado
vive una risa. Hay 10 pasos.

Está el vacío que me destierra,
la mano lejana y el ojo que me busca:
y me encuentra. Sigues allá.

Pero no te tengo, sino dentro
del agua tus cabellos. Es cierto.
Ya sé que tú y yo no somos.

No lo seremos, ni hoy ni cuando
me vaya. (Porque me iré, no sé
cómo pero estaré afuera).

Son los celos y la falda la
tortura al mediodía. Estás fuera
de mi alcance. Eres el escape.

Yo, mientras tanto, soy la luz
desollada en la escalera
que se derrama incandescente.

Es el fluir de tus piernas,
la muerte de tus pasos,
las huellas: centros del universo.

Está la ignorancia, la que me sabe
aquí y se aleja. Siento que te quiero
pero sé que tú a mí también.

Vuelta de la mirada hacia el viento
destrozado de reclamos. Yo lo hago.
Te reclamo ahora que te pinto.

¡Ríes de nuevo, qué bueno!
Yo suspiro de afuera hacia dentro
para no borrarte, para sentir que puedo.

¿Qué puedo? Lo que nunca podrás
tú, lo que jamás verán más allá de
ti y lo que eres y lo que sientes que eres.

Fuerte y claro. Aquí lo tengo que decir.
Fuerte y claro. Te lo tengo que decir.
Fuerte y claro. Te tengo. No.

No. No hay nada. Sólo el intento
que duerme agónico en la madrugada
en que te manifiestas entre mis ventanas.

Te recibo entonces, pletórico
y emocionado; salgo al inevitable
encuentro con mi (la) desgracia.

Déjame mirarte aquí donde sé
que has suspirado de lejos,
donde has estado sin querer haber estado.

Y tú, ¿qué puedes sino la puerta entreabierta?
La ligera aventura del trayecto
que viene y va: que se azota. Ya no entras.

Me confundes, yo lo sé;
es probable que seamos dos peones
destinados.

El juego sigue. Yo lo puedo jugar.
Fuerte y clara la luz que se quedó
esparcida.

Ay, tus ojos que me siguen,
me quieren pero no me disparan.
Envuélveme: sácame de tus brazos.

Muéreme en la noche fría,
disfrútame a la hora donde no vendrás
y vas a decirme que te quedas.

Ay, estrella vacía e incompleta,
no fuiste, no serás
ni tampoco me amarás.

¿Y yo a ti sí? Perderé la paz
y el equilibrio que proviene de
la mentira dicha y del misterio incólume.

Quién dijera, a final de cuentas,
que era cierto e irreversible
consumirse cuando te miran de esa forma.

De la forma en que un mundo nace
y dos
se alejan.

lunes, 31 de octubre de 2011

Desahogo

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Voy a escribir sobre cómo me imagino nuestro sexo, a esta hora, en un lugar secreto donde no tengo mayor compromiso que el de mis letras conmigo mismo; hoy que escribo desesperado e impulsado por la fuerza venérea de mis deseos. Escribo tautológico e irresponsable. La verdad es que no me importa, sólo soy honesto y me acepto como víctima de mis ardores, de la inevitable falta que me generas cuando no estás.

Mi vida, es que no sé de qué manera decirlo sin que me duela, pero llevas más de una década no estando. Quiero decir: estás dentro, en la parte más suave de mi alma, donde guardo lo que espero que algún día se haga realidad. Ahora que lo pienso: esa parte es la que está petrificada y se despierta en las noches para exigirme tu vuelta. Pero no puedo; impotente me duermo de nuevo y me susurro desconsolado que no puedo. Eso es como si no estuvieras.

Y lo es así porque si fuera de otro modo, podría abrazarte en la madrugada tatuada de vapores luminosos. Acurrucarte en el hueco exacto donde han estado tantas y tantas pero yo sólo quiero que estés tú, que seas la dueña absoluta de las palabras que emanan de lo más protervo e inocente que habita en mí. Ay, pero quién dijera, mi amor, quién pudiera ver lo que hay entre nosotros; la sangre, el nombre, la duda de que no sabemos si vamos a poder con el juicio, con la pena.

¡A la mierda la pena, la vergüenza! ¿A ti te importa, griega mía? A mí no; te lo digo así, apostado en la ladera nebulosa de nuestro futuro, donde no se ve nada sino la fe de que estaremos lejos y juntos, arriesgándonos a todo. Tu nombre significa “la que defiende al hombre”; yo soy lo tuyo, lo que defiendes. Lo que nunca te va a dejar mientras lo ames. Yo te amo completamente, como si el cielo fuera la última frontera (pendejo aquél que ose pensar que lo es), como si la fuerza sea el último recurso ante la muerte. Somos la razón; seamos la razón. Yo soy el que suplanta tristezas, yo suplantaré la falta de suspiros de tu boca.

Quiero llegar y decirte que te llenaré de orgasmos, que alcanzaré la plenitud de tus piernas, que se abrirán tarde o temprano ante mí, para que me condene, para que te dejes caer en el infierno de nuestros nombres, del arte que son un hombre y una mujer que se quieren, que se necesitan. Somos un arte absoluto, el fuego interno que nace en las entrañas para desatar el peor de los idilios. Rasgarás mi espalda, yo lo sé, vas a dejarme marcada tu pasión; gritarás mi nombre como expulsando la falta, el pecado que somos desde hace más de 20 años. Pero te dejaré sudando, exhausta: desahogada en el fondo de la cama, de bruces e inerme ante mí. Así me darás tu última confianza, la que te daré yo cuando me mires a los ojos y sepas que sí, que soy tuyo.
               
Afuera estará nublado, mi vida, el cielo se habrá caído y a través de la ventana verás que estamos en nuestro sueño, lejos de la vida, cerca de la muerte. Porque al alzar el vuelo moriremos para que al ir de aquí para allá seamos un renacer interminable, una especie de parábola que no respeta nada, nada sino su ciencia y su perversión. Para entonces será demasiado tarde y nos daremos cuenta que nos estuvieron contemplando las copas, el vins rouge, el maté, los porros, el desorden de un piso de estudiantes. Pero, ¿percibes ese aroma? Ese horror que te ha emancipado los sentidos es la sorpresa de que no te imaginabas, hermana, que yo te imaginara así conmigo y lograra que tú también lo hicieras.

Después de esto te lavaré las piernas, los pezones. Bañaré tu fortuna con el agua extranjera en tu cuerpo. Y te digo que levantaré la mirada para verte y saber que esa altitud tuya es la misma que hay en lo que lograremos: siempre arriba, siempre afuera de nosotros: siempre para la fortuna de la revolución continua. Te vas a vestir de joven, de alma buena y yo usaré mi camisa a cuadros, los vaqueros desgastados y los tenis rojos. Saldremos, tomarás mi brazo, cargaré tu cámara, llevaré la mochila en la espalda: con mis cuadernos y mis plumas.  Vamos a retratar el mundo… y al día siguiente partiremos a un lugar nuevo. Ahí, sin que lo dudes un segundo, también vamos a renacer: también voy a hacerte el amor y tú lo serás conmigo.

lunes, 24 de octubre de 2011

Deep Water

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El mundo aparte,
ojo de muchacha inocente
y libertad acérrima.

Cómo cuesta la canción
al mediodía en que tus dedos
y los míos colapsan.

Minúsculas. Voz alta de
gritos azules; cola de
tigre. Punto y aparte.

Escribo aparte, hago el
párrafo final de mi testamento;
quiero leer la carta.

Pero el mundo aparte,
vieja herida,
duele.

Éste no es el amor,
sino la composición
desesperada de un arruinado.

Alba gélida, cómo cansa
la resistencia de tu himen
cuando busco en la alacena.

Corona final, último paseo
de la cornea
sobre tus pechos.

Mundo aparte,
luz atravesada en mi costado,
justo a la altura de tus besos.

Adiós me dices,
adiós te suelto,
adiós, incesto.

jueves, 20 de octubre de 2011

Ensayo sobre La Silla del Águila, de Carlos Fuentes

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FUENTES, Carlos. La Silla del Águila.
Alfaguara. México. 2002. 411 páginas.
Son muchos los adjetivos que pueden describir la política mexicana; dramática, impredecible, increíble y una suma infinita (probablemente) de locuciones pueden dar una forma definida a esta disciplina que en nuestro país adquiere matices peculiares que le diferencian del resto. La política es, desde tiempos antiquísimos, la gran acción del ser humano que busca gobernar en beneficio de la sociedad. Sin embargo nosotros, los mexicanos, no sólo la hacemos ideología sino que a veces le llevamos más allá, la encumbramos hasta transformarla en una pasión que esconde en lo más profundo de su ser una bruma incalculable de signos, cacofonías y luces intermitentes que al momento de traducirse en la lucha entre una o varias fuerzas, ahí donde confluyen el ego y otros elementos propios de las batallas por el poder, ahí en el medio de ese mosaico tan complejo, aparentemente conocido pero a su vez poco sabido, estamos nosotros. ¿Quiénes? Nosotros. Los espectadores de un show que se reinventa en cada proceso electoral, cada sexenio, cada lustro, cada mes, cada hora en San Lázaro o el Palacio de Cobián, cada que el poder público fija sus ojos sobre de ellos, los actores de la eterna contienda. Y es esa justamente la perspectiva –la del poder público a través de la opinión pública-  que le quita su condición humana a los que aparecen en los diarios, los noticieros, las revistas (de todo tipo, desde prensa rosa hasta las más especializadas en el tópico), o cualquier otro medio de comunicación que esté al alcance del pueblo, el (supuesto) principio y fin de todo en la política. ¿Por qué? Porque aquellos que carecen de una vida aparentemente privada alcanzan, ya sea buena o mala, la fama. Se vuelven personajes que conviven diariamente en nuestras mesas a la hora de la comida, en las camas de los matrimonios monótonos e incluso en nuestros trabajos cuando leemos, por ejemplo, La Jornada o El Gráfico (qué cosa tan más cierta esto último). Los palpamos y como si se tratasen de una moneda de un peso, pierden su humanidad, carecen de espíritu o emociones. Se vuelven seres ambiciosos por instinto, sin pasado íntimo ni futuro glorioso. Pierden los motivos, el derecho natural del impulso. Están, solamente, y al mismo tiempo manejan los hilos de nuestra nación. Dejan de ser. Nosotros nos convertimos en jueces y ellos en los acusados que ya sentenciados están inermes en el patíbulo de nuestros días. Hasta que llegó Carlos Fuentes a regresarles el alma y ese balance entre el bien y el mal, esa hipnotizante danza donde oscilan luz y obscuridad. ¿Cómo? Con La Silla del Águila, la novela que nos lleva a las entrañas de una quimera (la política) que ha perdido su brillo, su fantasía… hasta Carlos quien a través de cada página nos recuerda que sea como sea, somos personas, humanos después de todo. ¿Y cómo hace esto? ¿Cómo es que lleva a cabo esta hazaña aparentemente imposible? Lo hace con la ficción, en un México aún inexistente y con una evolución del sistema político que hoy aún se ve lejana pero que no deja de ser una añoranza agradable (dentro de lo que cabe). Nos ubicamos en el año 2020. El PRI es un partido desquebrajado y fraccionado: ni la sombra de sus años totalitarios además de que jamás volvió a Los Pinos. Las sucesiones han ido transcurriendo en una aparente democracia que ha superado episodios como los de 1988 o las sospechas del 2006. Pero aún no se pierden los viejos vicios, las mañas de siempre, las que estigmatizan al funcionario público o a los procesos electorales. Los mismos problemas, pero cierto avance social. Una nación que aparentemente cree. Fuentes lo comienza todo con un hecho inédito: el 2 de enero del 2020 México se levantó sin telecomunicaciones; sin radio, televisión, internet, teléfono o telegrama. Desde aquí se prevé lo que pasará. Cada una de las páginas de La Silla del Águila son un reflejo de un deterioro y una aceptación, misma que es representada por cada uno de los personajes (no tan ficticios) que desarrollan una historia que nunca decae y, sobre todo, todo el tiempo cambia, muta sobre la marcha: sencillamente no deja de sorprender. Es un libro político, cien por ciento político, pues no se sabe qué pasará al final de 411 páginas. A través de este viaje literario se puede realizar un frío y concienzudo análisis sobre la actualidad y, sobre todo, el futuro político de esta República Mexicana justo por lo impactante que resulta la forma en que poco a poco, a través de pasiones y codicias, se tejen las redes que habrán de llevar a unos u otros hasta el máximo grado, el anhelo más grande de cualquier hombre inmerso en la perentoria escena gubernamental del país: La Silla Grande. La Silla Presidencial. La Silla del Águila que corona todos los medios utilizados, incluso los que podrían considerarse indebidos, justo como ocurre en la realidad. Leer este libro es ojear más que como simples televidentes, radioescuchas o lectores ocasionales de periódicos. Porque no existen los colores ni mucho menos las castas políticas. Aquí, en esta ficción tajante del año 2020, sólo hay jerarquías que se va convirtiendo en telarañas complejas en donde se encuentran, por aparente casualidad, historias que encierran secretos inimaginables. Es ahí donde los que preparan la salida de un Presidente, los que le sirven y forman parte del gabinete e incluso los muertos, adquieren de nuevo un rostro, una forma detallada. Se ve más allá del nudo en la corbata y por primera vez se logra sentir que esos, los que intervienen en forma de subsidios o impuestos en nuestras intimidades, son carne y hueso. Carencia y virtud. Obra y condena. Gente que en el pecado lleva la penitencia, como cualquiera que no sea político, como cualquiera que se jacte de decir: “Yo soy”. Así cuando estos son leídos: existen, y al existir son nosotros, una elevación de ese término que es nuestra alma hacia n potencia. ¿Pero de quiénes hablo? ¿Cómo se llaman? Todo gira en torno a un personaje que, paradójicamente, no es el protagonista de la historia que se desarrolla dentro de 9 años. Lorenzo Terán se llama, una aparente combinación de Felipe Calderón, actual Jefe de Estado, y José López Portillo, con matices de Álvaro Obregón y ciertas luces que dejan entrever a Benito Juárez. Un poco gris como Miguel De la Madrid. De PRI o PAN (estos detalles nunca se especifican). Definitivamente no de izquierda. Abúlico, según los que le rodean. Es el Presidente de México y deja ir su sexenio en la sombra, dándole una confianza al pueblo mexicano, otorgándole el autogobierno y ejerciendo su libre derecho de ser una mera figura jurídica. Es, tal vez, de entre todos el hombre más irreal, el que más lejano se encuentra de la verdadera mexicanidad que tan arraigado tiene que “el que no transa no avanza”, porque se trata de un hombre bueno cuyos ideales de doble moral le han mantenido vivo en un escenario que es implacable: El que amenaza se mata. El que habla y promete, la vida compromete. Así como en 1994, en el 2012 muere un buen político (aparentemente) y después regresa: para volverse a morir. Tomás Moctezuma Moro es el nombre, y aunque su presencia en el ajedrez de La Silla del Águila es más escándalo que un riesgo considerable, el secreto de su verdadero destino es lo que puede inquietar a todos los que conforman la alta esfera de personas, de políticos que buscan el poder y que también sienten, desean y lloran; también alucinan volver a sus primeros días, donde no existían los chantajes ni los ocultismos sino sólo un destino al cual vencer, uno que debían de conquistar ¿Acaso no lo vive eso cualquiera? ¿Quién no ha tenido que enfrentarse a su destino en un momento de la vida? Nadie ha evadido esa responsabilidad. La vida misma, entonces, ¿es política? Somos animales políticos, ¿no es así? Pero no todo queda ahí, los ases de esta baraja son seres cuyas complejidades distan mucho de sus historias verdaderas, donde algunos son hijos de la perversión e incluso maleantes que ascendieron hasta lo más inimaginable con sólo leer, estudiar, conversar de México. Como un catalán, hijo (bastardo) de un militar de alto rango mexicano (de hecho, el Secretario de la Defensa Nacional) quien le ha permitido existir, ser más que una sombra que aspira o intenta. Más que todo eso y ser en verdad una posibilidad que pronto se convirtió en realidad. Pero primero se venció al servilismo a ese ingrediente que nunca falta en cualquier platillo que sale del régimen. Aquí es donde encontramos mayormente representada el choque de varias fuerzas, algunas impulsadas entre sí pero al final colapsan como dos bólidos. El primero, el bastardo catalán, Nicolás Valdivia. El segundo, el lambiscón del Presidente, Tácito De la Canal, de ascendencia italiana: de convicción parasitaria. El primero, hijo de Mondragón Von Bertrab, militar con escuela alemana que domina a Platón, Heidegger, Schopenhauer, un hombre culto que alumbra con inteligencia europea y a su vez cuanta con la preparación para la derrota de la milicia mexicana, en síntesis: un erudito… algo irreal en estos tiempos, sobre todo en el Ejército Mexicano, quién sabe mañana. El segundo, hijo de un hombre sin nombre, quien fuera funcionario de confianza y que conociera los secretos necesarios para hundir a cualquiera o para elevar al Paraíso a un oficinista… pero era demasiado discreto: otra agradable ficción imposible, otra utopía de Carlos Fuentes. El primero, herramienta de María del Rosario Galván y Beltrán Herrera. El segundo, un pelele cuya gala de mayordomo real  le valen el temor pues también es presidenciable. ¿Y quiénes son María del Rosario y Beltrán? Dama de amplia influencia (seductora y sensual, de libido incontenible) y hombre Secretario de Gobernación. Elba Esther y Felipe en nuestros días, probablemente. Pero de estos últimos no conocemos sino meros rumores, las suposiciones que se convierten en leyendas urbanas o chistes de transporte público. María y el secretario Beltrán son más que dos aliados en busca de La Silla; mantienen juntos un secreto que los ata. Y, aún más importante que la promesa de hacer Presidente de México al señor Secretario, está el idilio que los llevó a entrelazarse y definirse como un hombre y una mujer que son capaces de procesar dentro de sí el amor que transgrede las barreras sociales. Pero en el mundo real, en el siglo XXI, en este México del año 2020 en medio de un aparente bloqueo de telecomunicaciones, no hay lugar para el amor en la política, en ese cúmulo que diariamente se torna más negro y que es incapaz de aceptar más allá de los planes establecidos y las ideologías vencidas pero que aún sobreviven. Aquí, María y Beltrán, encienden en lo que saben ya no es su juventud, sino el momento en el que volverse a querer sería pérdida. Donde el sexo ya no es siquiera una posibilidad porque en verdad se amaron. ¿Y hubo frutos? Sí. ¿Un hijo? Efectivamente. ¡Un desgarrador acontecimiento que pudo haber frustrado sus carreras, su ascenso en el poder! El factor más enternecedor y mortal de La Silla del Águila es el hijo de María del Rosario (Barroso, pero suprimido de su nombre de pila por odio a su padre) Galván y Beltrán Herrera. Lorenzo, como el presidente que muere de leucemia dejando al país sin hombre al mando, Herrera Galván en el acta de nacimiento y Síndrome de Down en el expediente médico. Abandonado en un internado médico por un cromosoma de más. Por significar escándalo y obstáculo. Abandonado a sus pensamientos, preguntando, esperando: queriendo. Pero, ¿a quién representa Lorenzo? A México sin lugar a dudas. Los hombres del poder nos han parido desde que la “Revolución” terminó (porque no triunfó, señores, jamás lo hizo). Pero estamos abandonados. Sienten, es cierto, son humanos pero no tuvieron compasión al hacernos a un lado para arrancar todo lo que había en lo más rojo de la carne de este país. Nosotros somos el pequeño Lorenzo con Síndrome de Down que dibuja en un cuaderno y que cada día crece con sus dedos cortos y anchos sin saber que va a morir muy joven. ¡Pero la Silla del Águila lo vale, camaradas! Siempre valdrá la pena renunciar a nuestros semejantes para escrudiñar, buscar las mieles que otorgan 6 años, para dejar que la corrupción lubrique el sistema y permita que siga funcionando correctamente. Este espectáculo circense lo vemos transcurrir ante nuestros rostros redondos con profundas ojeras y un aparente retraso mental. Carlos Fuentes nos lleva a un espejo y ahí está Lorenzo Herrera  Beltrán, de 14 años, recordando que sus padres iban a visitarlo pero un día dejaron de ir. Carlos Fuentes mata a Tomás Moctezuma Moro también. Y nos recuerda la herida de las esperanzas que significó Luis Donaldo Colosio Murrieta. Carlos Fuentes nos toma desnudos y nos coloca en una realidad paralela que aún no sucede, nos coloca en medio del escenario y vemos cómo alrededor siguen las mismas tendencias, quizá diferentes maneras, pero definitivamente seguimos confluyendo entre ser y no ser. Entre juzgar y no pensar que aquellos también son semejantes. Nos hemos deshumanizado, esa es la enseñanza máxima del también diplomático mexicano y ganador del Premio Cervantes de Literatura. ¿Y hasta dónde ha llegado tal falta de sensibilidad? Pues hemos caído en una guerra de ellos, los poderosos, contra nosotros, los indefensos, los eternos de abajo que escribió Mariano Azuela. ¿Qué pasa con la Silla entonces? Se la queda Nicolás Valdivia, el catalán hijo de Secretario. Provisionalmente pero se la queda. ¿Las aspiraciones de Herrera y Galván? Siguen intactas, reales o no, pero siguen incólumes. Porque no hemos de ser hipócritas, todos alguna vez nos hemos imaginado ahí, en el añorado lugar: ¡La Silla! La que siempre está ahí, porque dentro de 9 años, los que faltan para llegar al 2020, seguirá con el águila engullendo a la serpiente mientras se posa sobre el nopal ni mucho menos faltarán quienes se habrán de comer esa tuna aunque se espinen la mano. La verdad es que cualquiera quisiera ser Lorenzo Terán, pero al mismo tiempo todos somos, sin distinción alguna, Lorenzo Herrera Galván. Y esa es, probablemente, la más dura e insoportable de las realidades con las que vive todo ente del universo político mexicano. Ficción o no: Vivimos nuestra propia historia, caminamos entre las líneas de cada función en el teatro “México”. Sin embargo: Somos. Actores, pero somos.