jueves, 30 de junio de 2011

Primer poema.

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Lluéveme 900 noches. Después ven y recuéstate aquí, al lado mío, y observa cómo se cae el cielo mientras me sujetas de la mano. Escucha lenta, emocionada, la forma en cada gota nos describe, vida mía; siente el roce delicado del agua descubriéndote. ¡Esa geografía tuya que me pertenece! Esa sangre nuestra que corre dentro y desemboca en la paz de tus pechos, mi boca y nuestras piernas entrelazadas. Lluéveme una vez más. Pero antes abre tus ojos. Grandes. Ábrelos para recibirme en el arco iris... porque juntos somos un sol que solo se ve con tu mirada y la mía. Mira esos rayos sublimes. Nos están esperando. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! Hoy te necesitamos porque somos el alma apretujada en la noche de la tormenta. Lluéveme, alma mía. Pecado mío. Sentencia que gozo al sufrirla. Lluéveme y conóceme así, todo yo. Catártico como el andar bajo las nubes atiborradas de nostalgia. Anacrónico como tu voz suave despertándome en las mañanas. Lluéveme, silencio mío, sacúdeme con el estruendo de tu rayo: electricidad inmaculada. ¡Después de las 900 noches siénteme en tus piernas! Me sabrás rendido. Todo. Absoluto. ¡Absuelto de tu ausencia! Atrapado en la lluvia incesante del recuerdo, la esperanza: nuestro tiempo.

miércoles, 29 de junio de 2011

Y esto es solo para ti.

A esta hora y en este lugar donde la noche ya se posa sobre nuestras cabezas pero jamás en nuestros corazones, te digo, amada mía, que eres tú el sol que despierta suavemente mis sueños. Lo que mantiene unida la fe de mi interior con la realidad de que te tengo. No será esto una carta sino una manifestación de que a veces, cuando siento que ya los caminos se han separado por completo nos hemos de encontrar sin sorpresa alguna. ¿Por qué? Porque hemos sabido siempre que nos encontramos no como por arte de magia, pero sí como por arte del amor. Hoy te encuentras sometida a no sé qué. Yo todo el tiempo lo he estado a eso que te llevo a mi vida. Atados o no... somos uno. 

Sigo aquí, vida mía. 

Textos sobre amor II.

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Las historias nunca dejan de escribirse. Mucho menos aquellas cuya trama es sobremanera intensa y además sus protagonistas son dos entes que se encontraron errantes en un destino obscuro y hostil. ¿Cuántas veces tienen que encontrarse de frente un par de ánimas que tienen, aparentemente, un mismo destino? Yo se los diré. Una infinidad de ocasiones tienen que mirarse abiertos uno al otro, convencidos de que lo que tienen en frente de sí no es más que una oportunidad nueva. Lo cual significa que tienen el derecho (de nuevo) de creer e ilusionarse. Pero no solo eso, sino que también tienen la irreductible necesidad de sentir y extrañar y estremecerse si es necesario. ¡Se anulan los pesares! Así, como si un rayo fulminara todas las vicisitudes, se vuelve a escribir en un libro interminable donde cada línea, cada punto y cada coma son una extensión de lo increíble. ¿Qué es lo increíble? Lo que se sabe que es incierto, lo que sabemos es inseguro. Sí, porque así son las historias. Y todos vivimos una en la cual jamás sabemos dónde nos encontramos; todos creemos que estamos en un clímax interminable que tiende hacia la petrificación de los años. ¿Y el desenlace? Es el temor de todos. El que Dios nos da cuando la tierra que pisamos ya no es suficiente para conquistar. Un centímetro es una infinidad. Un segundo, diría Octavio (siempre Octavio), se alarga como un siglo. Entonces lo insignificante quema. Lo inerme se subleva. Nos creemos seres inmortales e incluso planeamos la única conquista que es imposible, la que Dios nos da y quita a placer... la del futuro. Sí, eso es lo que ocurre y es ahí cuando tenemos nuestro final. La inesperada conclusión. Lloramos. Nos desgarramos. Ya lo dije antes: Nos aferramos al apego. Nos cicatrizamos. ¿Y nosotros? Ya lloramos. Ya nos desgarramos. Ya lo dije antes: Ya continuamos. Tú y yo ya nos cicatrizamos. ¿Entonces qué pasa con nosotros?

Los que no son de aquí.

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Irse a ninguna parte es dejar atrás lo que algún día se tuvo. Y no me refiero exactamente a lo tangible o lo material, eso tiene poca cabida aquí, en este espacio donde convergen la demanda de la realidad y la oferta de la ficción. Hablo exactamente del abandono que se genera después de irse a quién sabe dónde con la única intención de nada. ¿Por qué nos exiliamos? Creo que nadie tiene esa respuesta pero lo que sí es muy cierto es el hecho de lo hacemos inconscientemente. Estoy seguro. Porque de ser de manera contraria no cometeríamos el suicidio (sí, suicidio) de dejar de tener. ¿Tener qué? Quizá nunca se tuvo nada. ¡Exactamente eso es una propiedad! La tenencia de la nada es algo con lo que nacemos e invariablemente morimos; es como el aire que robamos de la atmósfera cada segundo. Al mismo tiempo perdemos el lugar sobre el cual estamos parados, es decir, dejamos de ser parte de algún lugar. ¿Y eso en qué nos transforma? En una especie de embriones cuyo principio se vuelve a establecer para que el final sea épico. ¿Y cómo? Créame, no ser recordado es también una hazaña; una hazaña de la que pocos salen bien librados. ¿O bien olvidados? 

lunes, 27 de junio de 2011

Deberíamos pedirle perdón al mundo.

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Estoy ahora desde ninguna parte para escribir, nuevamente, sobre absolutamente nada pero tratando de darle una explicación a todo. ¿Qué es todo para mi? Bueno, sin duda alguna debe de ser algo sin embargo no sé a ciencia cierta cuál sea su forma ni cómo podría ser definido. Solo sé que hay un todo. Yo no lo poseo, mucho menos usted que por azar cayó aquí. ¿De qué va este post? De poco en realidad (¿ficción?). Aquí va mi premisa: Pienso vehementemente que deberíamos de pedirle perdón al mundo, darnos un momento en el cual platicaramos honestamente con nuestro alrededor y ofrecerle (pedirlas es como exigir tras el agravio) una sincera, honesta y profunda disculpa. ¿Pero por qué? ¡Porque eres, junto a otros 'tanto mil' millones, su principal depredador! Su némesis y encima de todo vives en él. Y no me refiero exactamente a las faltas a la naturaleza porque todos los días nos da muestras de que sabe cobrarse a la perfección nuestros abusos. Irónicamente es el caos la forma en que se ve manifestada dicha exactitud al momento de "vengarse". Añadido a esto va la ansiedad en que vivimos; sí, la prisa inagotable en la que estamos inmersos. Misma que nos impide deternos para observar por un solo instante (¡tan solo uno!) al cielo o hacia abajo. Sí, abajo. Incluso ahí podemos encontrar una de tantas maravillas que hay en este pedazo de tierra que forma parte del Sistema Solar. Pero no, vivimos apegados a la urgencia y el estrés. Hemos convertido a las necesidades materiales (o capitalistas, neoliberales, whatever) en una extensión de nuestros pensamientos. Inevitablemente esto suprime lo que sentimos. Todo. Sensibilidad, fe, ilusiones, esperanzas... todo (ahora mismo acabo de darle forma a la totalidad de la que hablaba al principio; ¿no son maravillosas las letras, damas y caballeros?). Este siglo, el XXI, es el siglo de las estadísticas, los estudios por parte de quiénsabequé universidad de Estados Unidos o Europa, las pruebas espaciales, los descubrimientos inútiles (¿a usted le interesa saber por qué demonios las mujeres son menos propensas a recibir el impacto de un rayo que los hombres?), y de las impresiones vacías. El arte se ha vuelto obsoleto. La innovación se ha degradado a simple agregación, a mera aplicación de iPod, iPad o MacBook. Nos ha atrapado la tecnología. ¡Ah! ¿No me cree? Nombres como Mark Zuckerberg, Bill Gates o Steve Jobs han suplantado a los líderes intelectuales. Ya no existen los verdaderos ismos, solo la radicalización de las tendencias ideológicas. Radicalización que las eleva (Ok. Degrada.) a lo absurdo. Eso. Justamente eso, amigos míos. Nos hemos vuelto absurdos. ¿Aún se pregunta por qué debemos pedirle perdón al mundo? Aunque tal vez, pensándolo mejor, deberíamos primero de disculparnos a nosotros mismos.

domingo, 26 de junio de 2011

Textos sobre amor.

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Cuando se escribe por algo se habla, decimos lo que hay dentro de nosotros. Por lo general escribimos viejas anécdotas, opiniones corrosivas o simplemente dejamos fluir las letras. Otras veces solo nos ponemos frente a las teclas (estos tiempos modernos) y descargamos sin un orden específico lo que llevamos clavado en el interior. ¿Saben también, hermanos, sobre qué escribimos siempre? Sobre amor. Más específicamente sobre desamor. Como sea, es lo mismo pero en una de sus tantas facetas; yo me considero un semiprofesional cuando del amor se trata para escribir. Lo he hecho durante toda mi vida de escritor de ocasión. Es más: Fue por él que comencé a hacerlo. Hasta poeta fui alguna vez; cuentista; novelista. Creo que me inicié en los ensayos así, también, de pronto, cuando fui presa de un sentimiento que inundaba cada una de mis arterias, hasta desembocar en un impulso de querer decir y no hacerlo. Porque si bien es cierto uno se atreve a escribir de amar, pero nunca a decir el nombre de a quién se ama. Es un secreto que jamás nos permitimos revelar; muchos dicen que por miedo. ¿Miedo a qué? Al rechazo, probablemente. (Está bien, sí, al rechazo pero hay otros motivos también.) Pero hay una razón más que la timidez y el temor de no ser correspondido. Es el de perder eso que por naturaleza nos corresponde, eso que surge de manera inesperada dentro de nosotros; primero en nuestros pensamientos, después en el estómago (cursi yo, me declaro culpable) y al último, siempre al último, en la mirada, en la ilusión, la fe... el silencio. Nada ni nadie nos impide amar, es más, nosotros mismos fabricamos el amor, nace en uno y no porque alguien venga y lo implante dentro de nuestras personas; todo lo contrario. Amar es aceptar nuestras carencias, aquellas cosas que no tenemos y que por nuestra propia cuenta no somos capaces de obtener e incluso sentir. Por eso es que una sonrisa, un movimiento dulce, o cierto tono de voz son capaces de cautivarnos. De igual manera el amar es ser vulnerable y la admisión de que otra persona tiene poder (de una u otra manera) sobre nosotros. Ahí surge el factor entrega y lo incondicional de esta última radica exclusivamente en cada quien. Sin embargo está; existe. En pocas palabras el amor es una interminable aceptación, de defectos y virtudes que a veces se desconocía existían; una inacabable luz que nos obliga a seguirla hasta que debemos de volver a aceptar, a decir "sí". Es decir cuando se acaba el enamoramiento (que confundimos con el apego), tenemos que vernos en el espejo y declararnos a nosotros: "Sí, te derrotaron. Acepta que perdiste. Ahora también acepta que tienes que continuar." La clave está en seguir adelante. No es fácil, yo lo sé, ustedes lo saben, todos los que alguna vez en su vida hayan amado (o por lo menos creído) saben que no es un acto de introspección que lleva 5 minutos y se termina con tan solo desearlo. Pero una vez que aceptamos, podemos volver a creer. ¿En qué? En amar, amigos. El ser humano siempre podrá amar una y otra vez. ¿No me cree? Ahora mismo usted está preguntándose: ¿Cuál será mi siguiente historia?

PD: Y solo como comentario general: Sí, este autor supera (otra vez) una pérdida amorosa.

sábado, 25 de junio de 2011

Entre realidades y ficciones.

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La vida siempre oscila entre dos extremos. Y así todo lo que en ella nos encontramos. ¿Y qué es lo que buscamos? Siempre, inevitablemente, lo que hay entre esos dos puntos, entre el A y el B. Avanzamos a tientas, tal y como si fuéramos ciegos que caminan entre penumbra e incertidumbre. La mayoría de las veces lo que hay no es más que la representación de nuestros deseos más grandes junto con la materialización de los temores, esos que acuden a las batallas de la mente cuando el tiempo es, hoy y siempre, la deshora del mundo. Así es todo el tiempo, caminamos como si supiéramos hacia dónde nos dirigimos, como si al nacer nos hubiera dicho cuál es el camino a seguir. Pero no sabemos, no somos. Siempre creemos. Solo eso. Creer es la última de las razones, la que tiene que prevalecer porque sin ella ya no hay más. ¿Y si nunca hubo más? Al menos lo creímos, al menos se idealizó en nuestras mentes. Entonces en ese instante existió, ahí fue un algo. Etéreo. Momentáneo. Naïf. Ese espacio que hay entre lo que se quiere ser y lo que se es, entre vida y muerte, entre silencio y orgasmo, es la vida misma. Es lo que ocurre mientras llueve y adentro se enfría el café. La vida es lo que pasa cuando una niña de 13 años es violada. Y lo que pasa es donde nosotros estamos, ahí nos instalamos y a veces sin darnos cuenta es cuando elegimos cómo ser parte de ello. Unos hacen. Otros pretenden hacer. La mayoría cree hacer. Hay quienes se liberan de creencias y se vuelven -¡qué bueno!- seres libérrimos. Y así nació la humanidad. Ahora existe entre el espacio. La humanidad es lo que sucede mientras la vida transcurre, y al mismo tiempo pasa que cada uno de los casi 7 mil millones de habitantes de este mundo cree que es dueño de la vida. Decimos, egoístamente, "mi vida". No. Nunca ha sido nuestra. Nosotros somos parte (o tal vez al creer que ahí estamos) de lo que pasa. Somos la lluvia, la matanza, el fraude, las historias. Historias que buscan más que encontrar. Y casi nunca ocurre esto último.

Yo por eso prefiero pensar que soy, y al ser (mientras pienso), creo. Y esa, amigos míos, es la única realidad más ficticia que puede poseer un ser humano.