miércoles, 29 de junio de 2011

Textos sobre amor II.

Póngale play antes de comenzar a leer.

Las historias nunca dejan de escribirse. Mucho menos aquellas cuya trama es sobremanera intensa y además sus protagonistas son dos entes que se encontraron errantes en un destino obscuro y hostil. ¿Cuántas veces tienen que encontrarse de frente un par de ánimas que tienen, aparentemente, un mismo destino? Yo se los diré. Una infinidad de ocasiones tienen que mirarse abiertos uno al otro, convencidos de que lo que tienen en frente de sí no es más que una oportunidad nueva. Lo cual significa que tienen el derecho (de nuevo) de creer e ilusionarse. Pero no solo eso, sino que también tienen la irreductible necesidad de sentir y extrañar y estremecerse si es necesario. ¡Se anulan los pesares! Así, como si un rayo fulminara todas las vicisitudes, se vuelve a escribir en un libro interminable donde cada línea, cada punto y cada coma son una extensión de lo increíble. ¿Qué es lo increíble? Lo que se sabe que es incierto, lo que sabemos es inseguro. Sí, porque así son las historias. Y todos vivimos una en la cual jamás sabemos dónde nos encontramos; todos creemos que estamos en un clímax interminable que tiende hacia la petrificación de los años. ¿Y el desenlace? Es el temor de todos. El que Dios nos da cuando la tierra que pisamos ya no es suficiente para conquistar. Un centímetro es una infinidad. Un segundo, diría Octavio (siempre Octavio), se alarga como un siglo. Entonces lo insignificante quema. Lo inerme se subleva. Nos creemos seres inmortales e incluso planeamos la única conquista que es imposible, la que Dios nos da y quita a placer... la del futuro. Sí, eso es lo que ocurre y es ahí cuando tenemos nuestro final. La inesperada conclusión. Lloramos. Nos desgarramos. Ya lo dije antes: Nos aferramos al apego. Nos cicatrizamos. ¿Y nosotros? Ya lloramos. Ya nos desgarramos. Ya lo dije antes: Ya continuamos. Tú y yo ya nos cicatrizamos. ¿Entonces qué pasa con nosotros?

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